martes

OCEANOS DE TIEMPO

 

Primero vino el fuego,
el árbol que ardía,
la floresta incendiada
que aquellos hombres monos
mirarían asombrados.

Luego la quemadura y el grito:
hubo una conjunción
momentánea y milagrosa.
Apenas el fuego
y la piel se separaron,
nació todo relato
y cada mínima leyenda.

Hablo del origen,
de la vegetación de piel húmeda,
de la selva profunda y tranquila.
Del trueno metálico,
la madera elemental.
Era el tiempo
en que nacían los lenguajes,
cuando el mito rodó por los crisoles.

Hablo de la tribu
sentada junto al fuego,
como ahora nosotros.
Del grito de la horda,
del sonido áspero,
de la piedra contra la piedra ablandándose,
haciéndose lenguaje,
sometiéndose a la lenta presión
de la gramática.

La especie hacía pie sobre la roca viva,
los días eran cortados a cuchillo,
la noche apenas duraba.
Las cavernas se poblaron de alfareros,
entre gritos nacía
la imperfecta redondez de la cerámica.
Y el primer relato: «yo hice esto».
«Yo lo fabriqué»,
«contiene el agua».

Las palabras viajaron
cambiando las formas,
inventando las costumbres,
adaptándose a la torre y al arado.
Los metales temblaron.
Alguien saludó a alguien,
alguien dijo que tuvo miedo esa noche.
El viaje, el peligro, el trueno,
se hicieron relato,
anticipando la Ilíada y la radio.

Por eso es que a veces
nos callamos frente al fuego,
reavivando crisoles ancestrales,
evocando esa memoria de la especie,
donde duermen los recuerdos
en los Océanos de tiempo.

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